enamorados

Se besan, acarician, abrazan, aman, desean, añoran, extrañan, imaginan, esperan, una hora, un día, un mes, un año, una vida, entera.

Cuanto amor cabe en cada kilómetro de separación, en cada nube que viaja, como aquel barco de vapor cargado de, lecturas de escuela donde cabía todo y no cabía nada, de tan gran imaginación de aquella niña que fue.

Hoy extraño, añoro, imagino, deseo.

a ciegas

El lento caer del agua caliente sobre su espalda estremeció todo su cuerpo, pero permaneció inmóvil dentro de la bañera, donde unos robustos brazos la habían colocado hacía apenas un minuto.

Al entrar en la habitación siguió todas las indicaciones que le había mandado aquella misma tarde por correo. Encontró el antifaz sobre la cama, y entre mucha incertidumbre empezó a sacarse lentamente la ropa, buscando con la mirada su presencia. Parecía encontrarse sola. Sentada en el borde de la cama cogió el antifaz y cegó sus ojos, adentrándose en la oscuridad de un mundo desconocido, que no sabía hasta donde la podía llevar. Sentía una mezcla de excitación y miedo a la vez. Los minutos ahí desnuda parecían interminables, su cabeza daba mil vueltas en medio de aquel antifaz, y en mas de un segundo pensó en sacárselo y salir corriendo de aquel lugar, pero ya no había marcha atrás, de golpe oyó abrirse una puerta. Se arropó sobre si misma, y en menos de un instante sintió su presencia a su lado, su respiración sobre la piel, un susurro al oído, tranquila, y la cogió en brazos. Se aferró a su cuello.

El vaciar del grifo iba llenando la bañera de una cálida sensación de placer, la misma que le daba esa mano guiando la esponja por cada uno de los surcos de su cuerpo, los dedos rozando la cálida piel sumergida en el agua, de un cuerpo que se arqueaba deseoso, de ese que ante él no podía ver.

Cuando la mano llegó desprovista de la esponja sobre sus pechos, noto como la otra se posaba sobre su abdomen, hundiéndola en su cuerpo al contraerse todos sus músculos, y guiándola sin mas opción hasta su ahogo en el pubis sumergido en el agua. En ese instante su cuerpo se arqueó aún más, sus brazos se estiraron tras su cabeza buscando donde aferrarse ante su excitación, a la vez que toda entera se sumergía bajo el agua engullida por esa mano en sus adentros.

atrapada

Una lluvia persistente caía sobre los cristales de la habitación, la lujosa suite en el Four Seasons de Nueva York, testimonio de innumerables noches de minutos consumidos a golpe de clandestinidad. Su cuerpo desnudo sobre la cama, medio envuelto entre sábanas y sueños, aun respiraba delirios de la noche anterior. Manhattan amanecía bajo la lluvia, la ciudad que hacía un año la vio llegar sin más que un puñado de ilusión en sus bolsillos. Hoy, como tras cada noche, sentía haber muerto un poco más. ¿Cuánto tiempo tardaría en sentir inerte el amor que la consumía tras abandonado entre esas cuatro paredes tras cruzar la puerta? Siempre se lo llevaba a rastras, siempre permanecía en su ser.

Entre el miedo y la atracción hacia el juego esperaba en el laberinto de los espejos, o lo que restaba de él. Tal y como le indicó encontró la puerta del parque de atracciones abierta, sumergido en el silencio sepulcral del abandono, lejos de sus días de esplendor entre algodón de azúcar y montañas rusas. Tan sólo el crujir de los cristales rotos bajo sus zapatos rompieron el silencio del abandono del lugar. Pedía vestido, tacones de aguja y despojada de cualquier prenda de ropa interior. Su aspecto contrastaba con la decadencia del lugar, pensó viendo las sinuosas curvas de su cuerpo multiplicadas por cien en los espejos de su alrededor.

Sonó su móvil. Una voz seductora apareció al otro lado del hilo, deseosa de su evidente excitación bajo su vestido de satén negro, sin más lugar donde quedar atrapada que en los poros de su piel. Su respiración se aceleró, al mismo ritmo que pasó de la confusión del teléfono a la realidad de ese anhelo por tomar su cuerpo ya pegado a su cuello, de las manos deslizando el vestido por sus voluptuosas caderas hasta su cintura, perfilando sus curvas hasta llegar a la excitación de sus pechos. Echó la mirada la frente y vio su cuerpo semidesnudo reflejado en uno de los espejos. Tras ella, él, quien la atraparía entre sus manos y su vida para siempre. Sus miradas se cruzaron en el reflejo, la suya medio perdida entre el deseo y la excitación, en su mundo hundiéndose bajo sus pies.

el trabajo

Emilie esperaba a un lado de la plaza Real, situarse en el centro le hacía sentir transparente, desnuda ante los transeúntes que la miraban dentro de su mejor vestido. Se lo compró para un antiguo novio para quien ella sólo resultó ser una ilusión. Nunca comprendió si eso fue bueno o malo, aunque siguiera felicitándola en Navidad.

Henry era fotógrafo, no sabía si el mejor pero si el más económico que había encontrado en toda la ciudad a esas alturas del verano. El éxodo estival dejaba a los pocos ciudadanos que se quedaban en ella con los servicios mínimos, y el sector fotográfico no era menos. Era poco lo que demandaba, una foto para poner en la contraportada de su primer libro, por fin había encontrado una pequeña editorial que le publicaría su obra.

-¿Emilie?, le dijo una voz profunda a sus espaldas. Sólo entrar en la plaza la vio en el extremo opuesto esperando, no la había visto antes, pero enseguida supo que era ella, una mujer de curvas atrayentes. Era en lo primero que se fijaba a pesar de que el encargo no tuviera que ir mucho más abajo de los pechos. Defecto de profesión, se decía hacia sus adentros sin terminar de creérselo del todo.

-Sí, pronunció al mismo tiempo que se daba la vuelta esperando encontrar a su contacto. Su voz no pegaba con su cuerpo, no sabía bien porqué, pensó en ese primer segundo en que lo vio. Era un hombre muy atractivo, un poco mayor que ella, aunque en ese instante sólo deseaba terminar pronto e irse a casa. Todo aquello le parecía una pérdida de tiempo, el éxito del libro no radicaba en una fotografía suya, pero la editorial había insistido en contratar a un fotógrafo profesional para ello.

-¿Qué tal? ¿Cómo estás?, le dijo tendiéndole su mano. Emilie le tendió la suya, a la vez que sentía como se sonrojaba. Nunca había conseguido controlar sus emociones, deseo, y en ese maldito instante le estaba volviendo a suceder. Era cuestión de segundos, una simple mirada, un leve roce, el interlocutor perfecto.

Henry empezó su trabajo en la misma plaza Real. Le gustaba esa chica, su cuerpo era sensual, atractiva ante la cámara, se sentía excitado al imaginar el rozar de su cuerpo dentro el vestido de satén negro que marcaban sus curvas, cada surco de su cuerpo, no llevaba ropa interior, y no más lejos de la sexta foto se acercó a ella y a medio centímetro del pómulo de su oreja izquierda, como aquel que lo desea morder, le dice, -¡déjame que te fotografíe desnuda!

Henry la llevo a su estudio en pleno corazón del barrio del raval, pequeño y bien iluminado por las primeras luces del día. Se sentía nerviosa, no lo podía ocultar, y sólo llegar le ofreció un te. Aceptó el ofrecimiento. Una bonita luz se colaba en la sala a través de las cortinas blancas del balcón y decidió que se sentaran en la mesita junto a él, la suave brisa que entraba hacía un poco más soportable el sofocante calor de agosto en la ciudad. Era muy hermosa, pensó Henry viendo como el contraluz iluminaba toda su cara, su cuerpo, y sin poder controlar su carácter impulsivo, dejó su te a medio tomar y se acercó a ella lentamente, mirándola a través de sus pequeños ojos almendrados, desnudando su cuerpo tras liberar cada uno de los corchetes que ataban su vestido. Tras cada corchete, tras cada pequeño roce de la yema de los dedos sobre su piel estremecían todo su cuerpo, cerrando levemente sus ojos.

la habitación

En su conversación telefónica la casera le dijo que serían trescientos euros al mes. No había encontrado nada más económico a esas alturas del curso académico. Cuando Julio le llamó para decirle que había una vacante en su universidad no se lo pensó dos veces, hizo las maletas, y salió corriendo de su propia vida.

Su aspecto era austero. Aún olía a un último orgasmo, puede de hacía unas horas, incluso unos días. La única ventana de que disponía no podía abrirse al mundo. Encima de la única mesita yacían restos de algún amor clandestino, puede que en busca de un lugar más seguro. A ella le iría bien para usar su ordenador. Las marcas en la pared encima de un radiador, donde en su día había colgado un cuadro, le decían que allí hacía un tiempo se pasaba menos frío. Seguramente los amantes nunca lo echaron en falta. Ella se tendría que proveer de alguna estufa, anunciaban un invierno frío. La cama le pareció un poco estrecha. Pensó nuevamente en los amantes, le parecía sentir aun su presencia, consumiendo anhelos ante  la inevitable despedida. Elevó la mirada hacia el cielo en busca de aire, y topó con ella, una enorme mancha de humedad en el techo. En ese momento pensó en si no hubiera sido mejor aceptar la invitación de Julio, hasta encontrar un lugar en mejores condiciones.

– Me la quedo, le dijo a la casera que restaba en silencio tras sus gafas bifocales a la espera de una respuesta. No sabía si soportaría vivir sin Marco, ese trozo de su vida que tras cada fugaz encuentro se llevaba un trozo de su corazón, un trozo de su ser.